miércoles, 5 de diciembre de 2012

La abuela

Cada vez que Caridad entraba en la casa hasta las ratas contenían el aliento. Cerraba de un portazo para avisar de su llegada. El ritual de costumbre: sacar su viejo rosario y rezar ante la imagen de la patrona una de las mil plegarias que se sabía. Lo hacía en voz baja, con cierta musicalidad, y sin levantar la mirada del suelo. Al acabar, se persignaba a toda velocidad y volvía a guardar el rosario en un bolsillo interior de su uniforme de luto. Después se dirigía al despacho y tomaba el bastón de su difunto marido a modo de báculo. No le hacía falta para caminar, a pesar de su avanzada edad mantenía su físico tan rígido como su carácter; solo era la señal de que la que mandaba allí era ella. Antes de salir de la habitación, abría la caja de Cohibas que había en la esquina de la mesa de oficina y repasaba el número de puros para asegurarse de que nadie había tocado donde no debía. Guardaba los puros que un antiguo socio le regaló a su marido Rafael como si fueran un tesoro, pero el abuelo nuncó llegó a fumarse ninguno.

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