Aproveché
su siguiente mandato: «Cruza», para pedirle a Sara que tomara el
andador y se incorporara. No me hizo caso, siempre la excusa del
cansancio. «Cariño, haz un esfuerzo», le insistí. Miró hacia el
otro lado despreciando mis palabras. Detestaba esa actitud. «¡He
dicho que te levantes de una maldita vez!». Mis palabras resonaron
por todo el paseo. La muchacha, ya en la otra acera, se volvió
sorprendida. Sara se levantó rechinando los dientes. Retiré la
silla y me senté, necesitaba meditar un segundo. «Camina, solo unos
pasos», le dije. Avanzó con dificultad, esbozando maldiciones en
cada movimiento. Y la odié, tanto como cada día a esta misma hora,
en este mismo lugar.
La
mirada de la chica, aún fija en mí, denotaba cierta inquietud. Su
prudencia la mantenía alejada. Le puso la correa al animal y antes
de seguir su camino, me miró y parpadeó despacio. No me gustó
aquel gesto, detestaba inspirar lástima. La rabia en mis manos
arrancó la carrera de las ruedas y me dirigí como un loco hacia la
carretera. No miré. El sonido del claxon, los gritos de mi mujer y
los insultos del conductor que había reaccionado a tiempo hicieron
levantar el vuelo de las pocas perdices del descampado que Lola había
dejado en paz. Desde el otro extremo de la calle, la muchacha me
miraba sorprendida y Sara insistía en que volviera a su lado:
«Vuelve, no aguanto más tiempo de pie».
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