–¿Qué hacéis ahí? ¡Responded ahora mismo! –gritó Caridad.
Las niñas no dijeron nada, se quedaron atrapadas por el miedo,
uniendo sus manos para protegerse. La abuela insistió con más
dureza. Los escalones se congelaban a medida que su voz ascendía por
la escalera.
–¿Os he dicho que qué hacéis ahí? ¿Acaso no tenéis lengua?
¿No os ha enseñado vuestra madre a obedecer? ¡Responded ahora
mismo, he dicho!
–No... Nosotras sólo jugábamos con las flores.
–¡Qué flores ni qué ocho cuartos! Bajad aquí ahora mismo, os
voy a dar un buen azote por estropear la pintura.
María no lo pensó dos veces, salió corriendo hacia arriba
buscando la protección de su madre. No controló su impulsó y Eli,
aún amarrada a su ramo de margaritas, perdió el equilibrio y cayó
escaleras abajo. Según descendía, su pequeño cuerpo iba
envolviéndose del polvo mortecino. Caridad, que hasta entonces no
había movido ni un músculo de su cuerpo, echó mano de su rosario y
empezó a rezar. De nuevo el silencio. La quietud dio paso al
desasosiego. María empezó a chillar. La abuela esperó a terminar
su plegaria. Eli no se movía. La madre apareció en el piso de
arriba y al ver a su pequeña inerte, corrió escaleras abajo.
–¡Caridad, haga algo por Dios! Salga a pedir ayuda –dijo
mientras cogía a su hija entre sus brazos y la mecía.
La abuela soltó el bastón y se dirigió al despacho. Repasó una
vez más la caja de puros. «No ha pasado nada, no ha pasado
nada...», decía mientras sobre su mejilla derramaba una única
lágrima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario