Se despertó con el ruido de la puerta. Su carcelera echó dos vueltas de llave y se marchó. Pudo oír sus pasos alejándose por el pasillo. Suspiró. Aún estaba en la cama. Su celda estaba a oscuras. No estaba seguro de si era de día o de noche. Se incorporó y encendió la lamparilla. En la mesita había una nota en la que rezaba:
«Me
voy a comprar, vuelvo en seguida. Procura comer algo.
Un
beso. Tu madre»
Sobre
la bandeja, una taza de café humeante, un par de sobaos y la
colección de calmantes. Tomó las pastillas y las masticó con
desgana. Tragó su escueto desayuno ayudándose de un sorbo de café.
Se sentó y buscó las zapatillas con los pies. El frío del suelo le
hizo encoger los dedos. Abrió el cajón del mueble y sacó una
navajilla. Tiró de la uña y desplegó la hoja. Una vez más sintió
la tentación de acabar con su vida. La condena se le hacía
insoportable, pero era demasiado cobarde. En un lateral de la caja
hizo una marca, una diagonal que cruzó cuatro muescas. «Veinticinco
días», contó.
Su
cuerpo entumecido necesitaba tiempo para tomar conciencia de cada uno
de sus miembros. Cogió uno de los bizcochos y lo guardó en el
bolsillo de la camisa. Cuando reunió las fuerzas necesarias, se
levantó y se dirigió lentamente hacia la ventana. Al llegar, abrió e
inspiró con fuerza. El olor a hierba recién cortada del parque de
enfrente chocó inevitablemente con la pestilencia que despedía.
Sintió cierta paz, una libertad insignificante que le alivió
durante unos segundos. Sacó el sobao y lo deshizo desperdigando las
migas por el quicio. Esperaba la visita de un gorrión, cualquiera
que quisiera convertirse en su compañero. Le hubiera gustado
parecerse a Burt Lancaster, pero nunca fue un galán ni le gustó la
gimnasia, prefería el sofá y una buena cerveza fría para pasar las
tardes.
Volvió
a respirar con la misma intensidad. Esta vez notó los minúsculos
granos de polen atravesándole como proyectiles. El dolor borró su
recién estrenado sosiego. Tosió. Tosió con tanta fuerza que acabó
vomitando sobre los geranios. Las flores tintadas de un amarillo
pálido se apagaron. Sintió más pena por ellas que por sí mismo.
Cerró la cristalera y bajó la persiana dejando solo un palmo de
luz. Se despidió con tristeza del día regresando a su encierro.
El
ambiente volvió a hacerse pesado. «Demasiado tiempo recluido»,
pensó. Volvió a su cama arrastrando los pies. Las zapatillas
ajadas, a modo de grilletes, hacían su paso lento y torpe. Se sentó
en el borde, junto a la mesilla, y encendió un cigarro. El humo se
movía caprichoso a su alrededor. Buscó su reflejo en el espejo del
armario. El pelo desaliñado y la barba descuidada le hacían parecer
mayor. Le costaba enfocar; su vista, intoxicada por el tratamiento,
le engañaba borrando las primeras arrugas de su cara. Parecía
encoger por momentos. Sabía que estaba condenado a muerte. Con cada
calada hacía un esfuerzo por cambiar el gesto: pasó de la sonrisa
al llanto, de la calma a la sorpresa, del enfado a la felicidad; pero
ninguna le convencía. Con la última chupada, dibujó un aro y trató
de atravesarlo; quiso ser Alicia atravesando la puerta al País de
las Maravillas. Esperó pero no ocurrió nada. Cuando sintió el
calor en la yema de sus dedos, apagó la colilla en el cenicero y se
recostó.
Estaba
incómodo. Las finas sábanas aplastaban sus heridas. Ninguna postura
le reconfortaba. Miró el despertador: las once en punto. Esta vez la
medicación tardaba en hacer efecto. A pesar de notar la somnolencia,
no era capaz de conciliar el sueño. El picor se hizó molesto. Se
levantó de nuevo intentando huir de esa sensación.
Solo
le hicieron falta un par de pasos para encontrarse otra vez con su
imagen. Apenas se reconocía. «Das asco. Si Paula te viera así, se
iría una y mil veces más», susurró. Examinó de arriba a abajo
al extraño en el que se había convertido. Las rayas de su pijama
eran los barrotes de su celda. Las dos piezas almidonadas de sudor le
rozaban provocando un dolor insoportable. El cuello, que permanecía
perfectamente planchado, cortaba su respiración. Podía notar los
puños de las mangas cortando sus muñecas como cuchillas. Sintió un
calor agobiante. Necesitaba una ducha de agua fría. Comenzó a
desnudarse desabrochando primero el pie de la camisa evitando rozar
las úlceras y siguió despacio con cada ojal. Al llegar a la altura
del bolsillo, descansó su mano derecha sobre el corazón que latía
cada vez con menos fuerza. «Cualquier día de estos te concedo el
tercer grado», bromeó. En una maniobra bien coordinada, consiguió
deshacerse de la prenda dejándola caer sin mirar. Al contacto con el
suelo, rebotó un ruido metálico, casi ensordecedor. A pesar de las
quejas cuando estrenó el pantalón, nadie hizo nada por aliviar el
martirio que para él suponían las costuras que parecían estar
cosidas con hilo de pescar. Lo bajó con cuidado. La goma del
pantalón había marcado el perímetro de su cintura igual que el
código de un preso. En la zona más castigada, la entrepierna, las
heridas escocían a conciencia. Pronunció su nombre en alto un par
de veces: «Francisco Javier, Francisco Javier»; quería comprobar si su timbre había variado. Se sintió como un castrati.
Lloró
como un niño al contemplar su cuerpo huesudo en la penumbra de su
prisión. De camino al baño que había en su dormitorio, maldijo su
cadena perpetua.
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