martes, 19 de noviembre de 2013

Había algo más en la habitación, algo más que obscuridad y silencio, pero el miedo me impedía descubrirlo. Noche tras noche, traté de engañarme colocando velas encendidas y dejando la persiana subida algunos centímetros, pero cuando la cera se acababa derritiendo y la noche caía cerrada, volvía la misma sensación. No, no estaba sola, lo sé. Quizá fuera mi sombra que, desembaránzose de mis talones, intentaba despedirse. Quizá fuera mi vida que, expectante, esperaba el nuevo día.
Una mañana, cuando la primera luz del alba asomaba por el hueco de la ventana, abrí tímidamente los ojos. Aún tapada con la manta, estúpido escudo, sin mover ni un sólo músculo, oteé a mi alrededor. Sus ojos me miraron fijamente y con una voz pedregosa dijo: «No, no estás sola».

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