La esposa y madre amantísima dedicaba cada minuto del día a su familia, a su hogar y a sus labores. Sacaba tiempo para todo, desde los guisos más exquisitos ya fuera para cinco o para cincuenta, hasta la perfección en cada encaje que más tarde adornaría hasta más ínfimo rincón de su casa. Por la noche, después de bañar a los pequeños, masajear cuidadosamente sus cuerpecitos y ponerles el pijama, les daba la cena, siempre una obra de arte, con las verduras estratégicamente disimuladas tras caritas sonrientes. Los niños estaban bien alimentados, «El cariño», decía, «es el mejor de los aliños». Cuando terminaba de acostar a su prole, se dedicaba por completo a su marido. Su cena, arquitectura efímera de caldos variados y segundos construidos meticulosamente, eran siempre del agrado del buen hombre. Le sonreía mientras comía, con cada bocado un cumplido, algo que detestaba. «No hay cosa más asquerosa que un hombre hablando con la boca llena», se quejaba siempre en secreto, pero agradecería los cumplidos mientras ella se alimentaba a base de verduras cocidas, eso sí, bien escogidas, cada noche de un color para no caer en la rutina. Después del postre, su marido consumía la noche en el salón, no importaba lo que echaran en la televisión, ni siquiera si le gustaba, lo importante era perder su atención entre los decibelios, siempre altos de más según su mujer. Mientras, ella se dedicaba a terminar de limpiar los cacharros y recoger la cocina, a fregar los suelos, a planchar… A lo que hiciera falta, y siempre sacaba tiempo para coger los bolillos.
Antes de acostarse, su marido se acercaba y le besaba en la frente. «No trasnoches demasiado, mi vida». Ella le sonreía con el mismo asco que durante la cena, pero con la suficiente dulzura para que no se notara.
Después de un par de horas entre hilos y maderas, recogía con cuidado de no despertar a la familia, se ponía el camisón en el baño después de cepillarse los dientes e iba de puntillas a su habitación. Se sentaba despacio en la cama y cogía la almohada. La mullía con desorden, golpeándola con desdén, pero en completo silencio para seguidamente acercarla a la cara de su marido y reprimir una vez más las tentaciones de ahogarle. Después respiraba profundo y se abandonaba al agotamiento. «Quizá mañana, hoy estoy demasiado cansada».
El marido y padre amantísimo, se levantaba cada mañana a las cinco en punto; daba igual que fuera fin de semana, su cuerpo, después de tantos años se había habituado a madrugar sin poner el despertador. Se sentaba al borde de la cama para no molestar a su señora y hacía estiramientos para aliviar la tensión, cuando terminaba siempre daba una palmada que la espabilaba lo justo, «Cariño, lo siento, ¿te he despertado? Duerme vida mía»; antes de salir de la habitación se cercioraba de que los ronquidos recuperaban el ritmo sinfónico acostumbrado. Se duchaba y se vestía con sumo mimo para no hacer ni un ruido. En la cocina, preparaba su desayuno y el de su familia: tortitas, chocolate y fruta fresca pelada y cortada en daditos minúsculos; para ella, café recién hecho en el que solía escupir con desprecio. Siempre les dejaba una nota personalizada en el frigorífico, una para cada uno, la de su esposa rubricada con un corazón. Le esperaba un largo día de trabajo, echaba horas extra para cobrar un buen sueldo y que a los suyos no les faltara nada; sus compañeros estaban convencidos de que lo hacía porque detestaba volver a casa. Antes de marcharse, entraba sigilosamente en las habitaciones de sus hijos y les besaba amorosamente en la frente; por último, iba a su habitación, cogía su almohada y la mullía con desorden, golpeándola con desdén, pero en completo silencio para seguidamente acercarla a la cara de su mujer y reprimir una vez más las tentaciones de ahogarle. Después respiraba profundo y se entregaba a sus obligaciones. «Quizá mañana, hoy tengo demasiado que hacer».
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