Te juro que yo no maté al loro. No negaré que he
deseado hacerlo desde que pronunció sus primeras palabras, pero como
estabas tan encaprichada con el dichoso pájaro, no podía más que
mirar y sonreír a modo de aprobación. Ahora, que disfruté como un
enano viendo cómo el gato le partía el cuello en un solo
movimiento, lo desplumaba, lo vaciaba con una cuchara sopera y lo
rellenaba de un estupendo sofrito a base de cebolla, ajo, tomate y
pimentón de varios colores… Que la espera durante la cocción fue
agónica y lloré su muerte durante ese rato con una buena cerveza…
Que pasado el tiempo indicado en la receta, clavé el tenedor para
acabar definitivamente con su sufrimiento y de paso cerciorarme de
que estaba en su punto… Que me lo comí con todo el dolor de mi
alma y una buena hogaza de pan de pueblo… No, todo eso no puedo
negarlo; así fue como el gato acabó con tu loro.
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