lunes, 31 de enero de 2011

Fuera de cobertura

No sé cómo me las apaño, siempre me dejo el móvil en casa en los momentos más necesarios...
El sábado pasado salí a comprar, eran ya las siete de la tarde y había anochecido. Me resulta una tarea tan tediosa, tan aburrida, que la única manera de hacerla llevadera es oír música durante el proceso.
Aproveché para echar el reciclado, ese que se acumula más rápido que el polvo. Llevaba las dos bolsas en la mano derecha y con la izquierda buscaba el guante para tenerlo a mano en cuando echara los residuos en su correspondiente contenedor. Una vez terminado el trabajo, me dirigí a la acera de enfrente decidiendo cuál era la música más indicada para esa fría tarde de invierno.
Supongo que sería la faena en la que estaba inmersa y una mezcla de circunstancias favorables: oscuridad, silencio y soledad, lo que hizo que el destino decidiera jugarme una mala pasada.
No es que mi calle sea de lo más bonita, más bien diría lo contrario; ni siquiera está bien iluminada, es una calle vieja con viejos que la hacen aún más lúgubre; y esa acera, desordenada y desproporcionada acompañan al asfalto y su fatal desenlace. Cuando faltaba apenas un metro para llegar al bordillo, cuando por fin sonaba la música precisa, Beethoven con su quinta sinfonía (a la cual le he cogido cierta manía), ese primer movimiento, entonces caí.
Caí desplomada al suelo, hincando la rodilla izquierda y apoyando las manos en la acera para impedir que la caída fuera hasta el infierno mismo. El instante se hizo eterno entre las cuerdas y los clarinetes sonando a toda mecha. El dolor se extendió rápidamente.
Estaba sola, me senté en el borde para comprobar que conservaba todo mi cuerpo y la indumentaria correspondiente, y las cuerdas y los clarinetes insistiendo.
Nadie me vio caer, nadie me vio levantarme. Un muchacho que venía de lejos se percató de mis movimientos torpes y doloridos, pero no dijo nada, continuó, como las cuerdas y los dichosos clarinetes.
Volví a casa porque estaba sin móvil y al llegar a la puerta me di cuenta que tampoco llevaba las llaves. No apagué le reproductor hasta que Beethoven acabó de machacarme con sus allegros marcando el ritmo de mis palpitaciones y ese dolor que se hacía cada vez más insoportable.
Cuando acabó la música y solo entonces dejé de castigarme por mi torpeza y llamé al timbre.

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