lunes, 4 de julio de 2011

El dulce olor de la muerte

El vaso cayó y en cuestión de segundos se dispersó por el suelo confundiéndose con el agua que portaba. Adela miró hacia abajo, apenas le dio tiempo a reaccionar. Tampoco tenía claro si quería salvar aquel ridículo vaso, uno de los tres supervivientes ―ahora dos― de un juego que tenía impreso en distintos colores mensajes de amor.
Se quedó allí inmóvil, apoyada sobre la encimera. Abrió la mano derecha y dejó sobre un platillo las pastillas de las cinco. Pensó, porqué no, dejar de tomar el tratamiento aunque solo fuera una vez. Tenía una excusa, absurda sí, pero para ella prácticamente todo lo que había pasado en su vida durante los dos últimos años resultaba poco real.
Algo iba mal, empezó a sentir un extraño calor en la pierna. Miró hacia abajo y vio un estrecho hilo rojo descendiendo poco más abajo de la rodilla hacia los restos del líquido. No se asustó, no reaccionó como cualquiera de nosotros lo hubiéramos hecho. Simplemente se dirigió hacia el baño a paso lento, dejando en cada pisada derecha una pequeña marca de su sangre.
Cuando llegó buscó el origen de la herida y sin pensarlo dos veces arrancó el cristal de su pierna. En el trozo se podía leer «Ti amo» escrito en tinta azul, Adela sonrió tímidamente al darse cuenta y pensó en lo caprichoso que es el destino. El corte empezó a sangrar profusamente, pero ella seguía sin sentir dolor, solo ese calor que le subía cada vez con más intensidad. Poco después, a ese calor se unió un ligero temblor que quiso justificar por miedo, pero sabía de sobra que se debía a que había dejado las pastillas en la cocina en lugar de tomárselas puntualmente. Odiaba esa sensación, la odiaba profundamente porque sabía que la medicación la había vuelto dependiente de un horario que no podía saltarse bajo ningún concepto.
Tenía que relajarse sin químicos, debía intentarlo. Se acercó a la bañera y abrió el grifo, eligió una temperatura algo templada. Mientras se llenaba, buscó en los cajones del mueble algo con que frenar la hemorragia. Encontró una toalla blanca de mano, no le importó el color poco adecuado para esos menesteres, y se la ató taponando la incisión. Pareció funcionar.
Se sentó en el borde y rozó el agua, estaba perfecta solo le faltaba un detalle. Cogió un frasco de sales de baño que tenía sobre la repisa y las esparció a lo largo. Aquel complemento de fresas y frutas silvestres tintó el líquido de escarlata. Se desnudó despacio, doblando con cuidado cada prenda. Mientras se metía en el agua, su gata Luna entró en el baño y se subió a la banqueta que quedaba justo a la altura de su cabeza. Adela perdió la noción del tiempo, la temperatura, el olor dulzón y el ronroneo felino, le hicieron caer en un profundo sueño.
Una hora después, justo antes de que la puerta sonara, Luna saltó del taburete y se dirigió hacia el hall donde ya se encontraba Luis. La felina insistía una y otra vez, restregándose contra las piernas del hombre, empujándole hacia el baño. Él, sorprendido de la actitud de la gata, la cogió entre sus brazos y la dejó sobre el comedero confundiendo sus intenciones. Los enseres del animal estaban a la entrada de la cocina y solo cuando se volvió vio los restos del vaso y las huellas de la herida de Adela. Se estremeció.
«¡Adela!», gritó con fuerza mientras salía al pasillo siguiendo su rastro. Cuando llegó al baño se quedó mudo. Sus ojos se empañaron al ver a su mujer bañada con su propia sangre; rompió a llorar mientras se acercaba a ella sin dejar de repetir «Pero..., ¿qué has hecho?». La abrazó y ella sintió su calor. La hizo reaccionar abriendo suavemente los ojos. Le sonrió. Cuando Luis se dio cuenta trató de sacarla del agua, pero se le escurría. Tiró del tapón y volvió a la entrada corriendo para coger su móvil y llamar a urgencias.
Durante ese breve tiempo, Adela pensó en lo absurdo de su muerte. «Es falso», se dijo. No vio pasar su vida por delante, no recordó a nadie de su pasado ni su presente, ni tampoco vio la luz al final del tunel. Simplemente esperó la obscuridad.
Luis volvió con ella. «No te vayas», le dijo. Y Adela, en un último suspiro dejó escapar su vida con un dulce olor a fresa.

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