miércoles, 10 de agosto de 2011

Rompiendo viejas costumbres

Como casi siempre, cogió su bolso y salió a la calle. Tomó la primera a la derecha en dirección al parque y, como casi siempre, se paró en el estanco a comprar un paquete de cigarrillos. Al llegar al cementerio, sacó un pitillo y lo encendió. Fumó despacio, «como las artistas de cine, aquellas de las películas en blanco y negro», solía decir su difunta madre. Cuando llegó a la tumba, se sentó sobre un pico de la lápida y con la mano apartó los restos secos de un ramo de flores dejando al descubierto el epitafio de su progenitora.
―Mamá, hoy lo voy a hacer, me voy a ir. He venido solo a despedirme de ti, no sé cuándo volveré, pero antes...
Acabó de fumar, sacó un libro y leyó las últimas páginas que le quedaban, poniendo énfasis en algunos versos:

Los años ¡ay! de la ilusión pasaron;
Las dulces esperanzas que trajeron,
con sus blancos ensueños se llevaron,
y el porvenir de oscuridad vistieron;
las rosas del amor se marchitaron,
las flores en abrojos convirtieron,
y de afán tanto y tan soñada gloria
sólo quedó una tumba, una memoria.


Antes de marcharse anotó algo en la primera página y dejó el libro sobre el mármol.
Jamás volvió a saberse de ella, ni su marido ni sus hijos la encontraron a pesar de remover cielo y tierra. Uno de los trabajadores del camposanto hizo correr por el pueblo el rumor de que la mujer se había suicidado. Cuando me lo contó le pregunté porqué estaba tan seguro si no tenía pruebas...
―El poemario era de Espronceda y le dedicó unas palabras a su madre antes de irse al otro barrio.
―¿Qué ponía? ―Pregunté curiosa.
―«No quedará ni la memoria de nuestro paso por la tierra».

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