sábado, 10 de septiembre de 2011

Reflexiones sobre la vida y mi muerte

«Las palabras son blancas, se tornan de color dependiendo del contexto». Este pensamiento me ha surgido después de escribir acerca de mi nueva dieta y de pronto he sentido la necesidad de escribir de nuevo porque... No creo en los colores, creo en el blanco, único en su esencia. No creo que la esperanza sea verde ni la muerte negra, quien los eligió debía estar borracho. Todos los sentimientos son blancos.

Y pensando en ello me he acordado de «La muerte de un filósofo», el primer relato que me premiaron. Entonces estaba en el instituto tripitiendo COU (ya, ya sé que está feo, pero no entraré en detalles); recuerdo que un profesor con el que tenía amistad me dijo que le sorprendía que alguien tan joven escribiera así acerca de la muerte, del suicidio. Y es que es una idea, una verdad absoluta, que siempre me ha obsesionado.

También he recordado que durante un tiempo estuve recopilando junto a una amiga un listado de formas de suicidio. Es una idea macabra, un entretenimiento tenebroso que entonces nos divertía; a mí, particularmente, me apasionaba pues la idea de la muerte es más correcta si la ves como «el descanso eterno» tan merecido para algunos, tan incorrecto para otros.

Siempre he querido morir joven, absurdo lo sé. Morir como los románticos, ahogada de amor (o desamor). Pero ahora que ya no lo siento, no me parece tan apetecible la idea. Y sin embargo, ahí sigue, a pesar de iniciar mi particular cuaderno en blanco.

Al releer mi cuento me he visto reflejada en el personaje, en casi todos sus aspectos pues hoy ha sido un día bien completo. Hoy he dado muchos primeros pasos en nueva y última vida (y diciendo esto me veo cual gato descontando ya la sexta). Creo que he disfrutado desde el primer minuto de la mañana de todo lo que quiero. Mi hermana, que ahora es como mi conciencia, y su pareja que me han aceptado a su lado sin ningún tipo de reproche, nada. Creo que jamás hasta ahora, en los 30 y pico años que llevamos andando a la par, jamás le había abierto mi corazón hasta casi entregárselo en mano. Cuántos secretos guardados tenía, no sabía que fueran tantos...

Mi amigo Juan, al que quiero desde el alma, ha venido a verme. Si supiera cuánto le agradezco lo que hizo por mí el día que murió mi padre; lloro de emoción porque jamás sabré agradecérselo. Además me ha traído un regalo que me hacía mucho ilusión: una biblia, que de su mano tiene aún más valor.

Mi madre, a la que han vuelto a premiar por una poesía, está poniendo el listón cada vez más alto. Me alegro tanto por ella, y la admiro aún más. Es la mujer más valiente del mundo, ya quisiera yo ser la mitad de todo lo que es ella, pero no le llego ni a la altura de los talones. Me siento afortunada y, a la vez (y lo digo con el mayor pesar), dolida por dolerle, jamás sabré cómo hacerle feliz o, al menos, no provocarle más daño.

Mi hermano y, por tanto todos ellos, su sonrisa, su compañía, sus palabras. Son todos un tesoro del que me gustaría disfrutar más, pero no sé hacerlo, y eso también me duele.

La ilusión de una voz que no conozco, de una llamada que no llega y llega, de un mensaje, de un mail... Cualquier señal que me haga sentir especial. Esa que despierta una sonrisa y un temor.

La ausencia tan prolongada de alguien que un día prácticamente lo fue todo para mí, pero que con el tiempo se ha ido disipando dejando escapar las mariposas que un día me inquietaron. Qué tristeza tan profunda me causa no sentir ya nada y qué alivio a la vez.

Y después vuelta a empezar con mi hermana y su chico, que a pesar de las diferencias que un día nos hicieron poner malas caras, me ha dado cobijo, plato y manta.

Unas cervezas, confidencias, unas risas y el último paseo del día a Berta.

Y me veo como a ese filósofo: feliz de tenerlo todo y de no tener nada. Capaz de poner fin al día y con el egoísmo adecuado para poner fin a una vida. ¿Se puede? ¿Realmente se puede? ¿Podría? Lo he pensado, no lo voy a negar, pero no porque me coma la tristeza, esa palabra volvió a ser blanca, volvió a mi interior para permanecer en silencio. No, si lo hiciera sería después de un día tan perfecto, en el que soy capaz de pasar del frío al calor y del calor al frío, de la ilusión al temor y del temor a la tristeza, y al final, a estas horas de la madrugada estoy como empecé el día: con todo y sin nada.

Así que esperaré a mañana, esperaré a un día imperfecto para volver a sacar ciertas palabras, pero con el color que yo quiera, para querer seguir viviendo esta vida imperfecta e ir pensando en la forma adecuada de terminar con ella. De momento me voy a tomar una pastilla para intenta conciliar el sueño...

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