―¡Venga,
hombre! No te lo crees ni tú.
―Que sí, te
lo aseguro, que lo he leído en un blog.
―¿En cuál,
en el de la bruja Lola?
No le importaba
lo ridículo que sonara, ni siquiera que se convirtiera en el blanco
de todos los chistes de su mejor amiga. La información la había
encontrado en un post con muchísimas visitas; claro, que tampoco se
paró a indagar en la veracidad de los datos, el autor o la base
científca que mantuviera aquella cuestión.
Había apuntado
en una hoja todos los ingredientes: eucaliptus y berenjenas, un poco
de agua para cocción y paciencia. El mejunge requería su maña, el
tiempo adecuado para cada momento y mucha, mucha paciencia. Lo más
ridículo de aquel ritual era la lectura en alto, una vez detrás de
otra, de la leyenda en cuestión a la vez que se santiguaba en cada
punto y final. Casi dos horas de conjuros y magia en la escasa cocina
del apartamento con la única iluminación de veinte velas rojas de
un tamaño considerable. «Con lo que ha costado la cera bien podía
haber comprado un par de bombillas de bajo consumo», pensaba entre
líneas.
Coló aquel
caldo de color un tanto extraño. La mezcla de aromas le parecía vomitivo, solo pensar en comer aquello le resultaba complicado, pero
haciendo de trispas corazón y una pinza en la nariz, consiguió
homogeneizar la mezcla con la ayuda de la batidora. Hubiera jurado
que cuando metía el acero, mil mariposas salían volando; aunque más
bien era su conciencia la que disimulaba los gotazos de la papilla
que estaba fabricando.
El siguiente
paso era guardar las gachas en tres tupper de distinto color: uno
rojo para el corazón, otro verde para la esperanza y el tercero en
discordia, negro para la muerte. Este último jamás debía abrirlo
así que lo aseguró con loctite y lo escondió al fondo del armario
que menos usaba. Los otros dos debía conservarlos durante un mes en
el frigorífico cambiándolos a diario de orden, uno arriba y otro
abajo.
Cada vez que su
amiga la visitaba sentía la tentación de abrir los recipientes,
pero como un rayo la propietaria se abalanzaba y los protegía como
una fiera cuida a sus cachorros.
―Chica, que no
te los voy a quitar...
―Los defenderé
con mi vida, si hace falta. ―Argumentaba exaltada.
Treinta jornadas
pasaron y su suerte no cambió ni un ápice. El último día volvió
a encender los cirios y a preparar todo el repertorio de tonterías.
El momento decisivo había llegado. Los nervios la tenían en
tensión, su corazón latía descontrolado y tras tanta esperanza
invertida en la solución, decidió ser valiente y abrir las tapas de
plástico.
―¡Mierda!,
―exclamó a voz en grito―, la mezcla se ha estropeado, no puede
ser...
El olor era
insoportable y solo la visión de la vida emergente era desoladora.
―¡Denunciaré
a Tupperware!
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