martes, 10 de enero de 2012

No siento las piennas

Tal día como hoy hace 16 años, mi hermana y yo hicimos novillos consentidos; después de celebrar nuestro cumpleaños el día anterior y acabar tarde, tras insistir mucho, mi madre nos dio permiso para quedarnos en casa. La mañana transcurrió normal, como cualquier otra: a primera hora los recados y más tarde, preparar la comida. Mi hermano llegó a comer a las tres, como marcaba su horario. Cuando acabamos, se marchó a su casa porque tenía que estudiar inglés y nosotras nos quedamos recogiendo la mesa. Mi madre, después de fregar los cacharros, se quedó en la cocina leyendo, mi hermana se fue al estudio a dibujar y yo a la cama porque me sentía mal.
Aquella sobremesa podría haber sido la habitual si no fuera porque a las tres nos dolía la cabeza y a ninguna nos extrañó. Mi madre sufría migrañas desde siempre, yo las he heredado y a mi hermana también le duele de vez en cuando. Así que, cada una por nuestro lado, nos fuimos a una habitación a ver si se pasaba el dolor con una aspirina.
Mi siguiente recuerdo es despertarme con voces y ruido. Lo primero que pensé fue que mi vecina de abajo debía tener visita, la mujer estaba muy sorda y siempre hablaba a voces. Mi madre abrió la puerta, sujetándose con las manos al marco, me preguntó si estaba bien. Aquella imagen quedó grabada para siempre: mi habitación a obscuras, su figura negra enmarcando la puerta y al fondo una luz tenue. «Estoy bien», le dije, pero al intentar levantarme las piernas no me respondieron y me caí. Empecé a llorar asustada, llamé a mi madre. Como pudo me ayudó a salir al pasillo. Allí estaba mi hermana, sentada en el suelo, con las piernas estiradas y la espalda apoyada en la pared, no decía nada, tenía la mirada perdida, solo lágrimas rodando por sus mejillas. Me coloqué a su lado mientras mi madre se dirigía hacia la puerta a duras penas. Según me apoyé en la pared, mi cuerpo se fue resbalando hacia un lado hasta caer de nuevo, no podía controlarlo; tuve un buen moratón en el ojo durante toda la semana siguiente.
Recuerdo el miedo que sentí al ver a mi madre salir hacia la escalera para abrir la puerta cuando sonó el timbre, pensé que se caería por las escaleras y la sensación de impotencia me hacía sentir aún peor.
La policía subió corriendo y nos sacó al descansillo, poco después llegaron las ambulancias. Golfo, nuestro perrillo, aprovechó para escaparse. Llovía y hacía mucho frío.
Cuando me espabilé un poco, la policía me llevó en su coche hasta la casa de mi hermano para comprobar cómo estaba. Lo vi desde el asiento de atrás. Abrió la puerta y se quedó blanco. Le dolía un poco la cabeza, pero había escapado a tiempo.
No recuerdo el trayecto al hospital, solo el ingreso. Me tuvieron cuatro horas en una sala, con una vía puesta y suero; seguramente algo más pondrían. Los médicos y enfermeros entraban y salían, aún no había recuperado todas mis fuerzas. No sabía nada de mi madre ni de mi hermana y me temía lo peor, nadie me decía nada. Aquellas cuatro horas pasaron lentas y pesadas, entre el miedo y una recuperación tardía. Cuando al fin me dijeron que podía marcharme, me levanté de la camilla y salí hacia la puerta, aún llevaba la vía puesta; me volví y les dije que no me gustaba el souvenir. Me miraron raro y un enfermero me lo quitó sin mucho cuidado. A la salida estaba mi tío Fito, me abracé a él y lloré, estaba temblando.
Mi hermana, dicen, entró en coma, pero despertó rápido. Mi madre, dicen, entraba a urgencias tumbada en la camilla y diciendo a voz en grito: «No siento las piennas»...
Cuando volvimos a casa, mi madre abrió bien las ventanas para que el piso se ventilara. No olía a gas, ese no había sido el problema, solo fue la falta de oxígeno por la mala combustión del calentador. Mi madre y mi hermana durmieron en casa de mi hermana mayor, yo en casa del pequeño; estuve llorando toda la noche pensando en lo que hubiera pasado si mi hermana no se hubiera levantado a quitarse las lentillas pues tenía intención de acostarse por el dolor que tenía de cabeza. En el baño, perdió el equilibrio y se cayó al suelo, aquella fue la voz de alarma. Mi madre supo reaccionar a tiempo, salvó su vida y la nuestra.
Somos como los gatos, ya hemos consumido una vida extra. Por eso, a fecha de hoy seguimos felicitándonos el 9 de enero por seguir vivas.

P.D. Pocos días después fallecieron en Villafranca, un pueblo de al lado, un padre y sus dos hijas pequeñas por la misma causa... Ellos no tuvieron tanta suerte.

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