viernes, 6 de enero de 2012

Solo un sueño

(Sueño fechado el 3 de agosto del 2000. Lo encontré el otro día entre mis cuadernos. Los sueños, sueños son, pero a veces transmiten sensaciones tan reales como la vida misma...)


Estábamos en su piso, cenando en su salón-comedor, en una mesa enorme llena de platos vacíos, vasos medios de vino y varias botellas descorchadas. Había solo unos pocos focos iluminando el grupo; a ambos lados de la pared, unos cuadros enormes de paisajes obscuros iluminados con una luz tenue.
Desde la mesa, apoyada mi silla en la pared, podía ver el resto de la habitación: una sala amplia, con muebles grandes y confortables; al fondo un gran ventanal desde donde se podía ver toda la ciudad, y a ambos lados plantas a modo de vigías. Todo ello envuelto en una penumbra que llegaba a asustarme...
Me recuerdo sentada en un extremo de la mesa, el más cercano a la puerta que sabía de escapada. Podía ver toda la habitación y a él mirándome de vez en cuando. Oía las risas y las conversaciones de los demás; creo que era más una reunión de amigos que de familia.
No entiendo qué hacía allí, no conocía a nadie y, a la vez, tenía la sensación de estar arropada. La gente hablaba conmigo y yo reía con ellos, pero no pertenecía a ese círculo, no era mi gente.
De vez en cuando le miraba. Él no me quitaba los ojos de encima. Cuando hablaba con alguien le cambiaba la cara: sonreía y se tocaba la barba pensando alguna respuesta, pero cuando se conversación acababa volvía a fijarse en mí y eso no me gustaba.
Cuando nuestros acompañantes dijeron de irse fui la primera en levantarme. Hubo revuelo, éramos muchos. Lo siguiente que recuerdo es verme abajo, en la puerta del edificio, despidiéndome de todos ellos. Pero en un momento dado, cerraron el círculo y nos quedamos fuera una pareja y yo, cruzamos algunas palabras y me cambié de acera. Me quedé frente al escaparate de una tienda de muebles de madera, pegué las manos en el cristal y me asomé todo lo que pude. Me quedé embobada fijándome en cada detalle de un ave tallada que había en el suelo. Fue entonces cuando él se acercó a mí agarrándome del brazo derecho y me dijo que nunca más volviera a hacerle eso a la pareja, era de muy mala educación dejarlos solos. Sentí miedo, mucho miedo.
Sé que estábamos en Madrid porque dos chicas, más o menos de mi edad, se despedían de su madre diciendo que irían andando hasta casa y le pidieron consejo sobre qué itinerario seguir... No recuerdo el nombre de las calles, pero sé que en su momento las reconocí.
Cuando ya se habían ido todos, pasamos a la entrada del edificio; era lujoso y no correspondía para nada a la fachada, muy decorado con cuadros, mármoles y estatuas por todas partes.
No entendía porqué seguía allí con ese hombre.
Pasamos al ascensor. Él me notó rara, asustada, intentando esconderme en cualquier rincón.
―¿Qué te pasa? ¿Ya no quieres estar conmigo? ¿Acaso no recuerdas lo que me dijiste en el ascensor de magisterio? ―Me dijo con mal tono.
Intenté hacer memoria, no sé si consciente o inconscientemente, y me vi como en un recuerdo borroso, subida en el ascensor que él decía junto a otro hombre más, ambos sonrieron pero no recuerdo lo que dije aquel día. (Ahora, en la realidad, estoy segura del momento que me indicó el sueño, el curso de Matemáticas, pero estoy segura de que aquella situación no se dio).
Cuando el hombre formuló la pregunta, en los segundos que cerré los ojos y me transporté a mi recuerdo dentro del sueño, le cambió la cara: se convirtió en un déspota, algo cruel asomaba en su mirada.
Creo que pulsó la tecla 9 y cuando el ascensor comenzó a subir él se acercó a mí y empezó a tocarme. Estaba paralizada, tenía miedo y la sola idea de gritar, parar el ascensor en cualquier otro piso y salir huyendo me aterrorizaba aún más. Eran sus ojos los que me acosaban y sus brazos los que me rodeaban, pero la sola idea de reaccionar me hacía pensar que lo siguiente sería peor.
Al llegar al piso, volvió a ser un hombre amable. Sé que había alguien recogiendo la mesa y limpiando. Entró por la puerta con aires de gran señor, se colocó la bata y se volvió de nuevo a mirarme. No dijo más. En ese preciso instante me sentí condenada, poseída, vendida como un trozo de carne. Allí, desahuciada, apoyada en una silla, no sé si para no desmayarme o para sentirme atada a la realidad que para mí era ese momento.
Hubo miradas fuertes, violentas, entre los dos.
Sentía tanto miedo. No sabía si reír o llorar, quedarme allí o salir corriendo. De lo único que estaba segura era de que debía obedecer, que de un modo u otro le pertenecía.

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