El día no lo tenía decidido.
Este lunes tenía que ir a fichar al paro, el martes pasaría el
casero a cobrar el mes, el miércoles había partido de fútbol, el
jueves le habían invitado a salir, el viernes dormiría la mona, el
sábado siempre iba a comer a casa de su madre y el domingo... El
domingo quizá, ese día no tenía compromiso alguno. Apuntó en su
agenda: «A última hora del 11 de marzo, antes de que finalice la
jornada, habré de acabar con mi vida».
Aquel día fue a misa de doce,
hacía años que no iba. Le pareció estar en deuda con su parte
mística y aprovechó para pedir perdón por lo que iba a hacer esa
noche. «Al menos iré al infierno con la conciencia tranquila»,
pensó. El resto del día lo dedicó a limpiar y colocar
cuidadosamente cada uno de sus recuerdos. Después de comer repasó
el album de fotografías haciendo anotaciones en el reverso de cada
una. Tras la siesta, se duchó y se puso su mejor traje, algo
arrugado por falta de experiencia con la plancha. Fue a la cocina;
allí colocó un cojín a un lado del horno para que su tránsito al
más allá fuera cómodo. Abrió la puerta tirando despacio del asa.
Echó una última ojeada a lo que le rodeaba, suspiró, no dijo nada.
Giró la llave del gas. Metió la cabeza en el horno con los ojos
cerrados cogiendo aire suficiente para repasar los motivos que le
habían empujado a aquello.
―Oye, perdona.
Andrés abrió los ojos, pensó
que estaba alucinando.
―El gas debe estar haciendo
efecto ―pensó en alto.
―No, oye. Tú, el del traje
cutre y mal planchado. ¿Qué estás haciendo?
Sin moverse del sitio, miró a
ambos lados. «¿Habrá alguien en la cocina?». Se asomó al
exterior sacando a medias la cabeza.
―Venga, no te hagas el tonto.
Estoy hablando contigo. Además, so pánfilo, has abierto el gas del
quemador de la derecha. ¿Esa es tu idea de un suicidio? Anda que...
Salió del todo y se incorporó
estirando como pudo la chaqueta. No había nadie.
―Joe,
qué rápido lo has convencido ―afirmó 2.
―Sí ―dijo 5 sonriendo―
estoy perfeccionando mi técnica.
―1111, apúntalo en la lista,
creo que es el suicida menos convencido que he conocido hasta ahora
―3 indicó el primer puesto en la lista pues 5 había mejorado el
mejor tiempo hasta la fecha.
―¿De dónde vienen las
voces? ¿Estoy loco?
―¿Las voces? Este tío no se
ha enterado de ninguna de nuestras fiestas, debe estar sordo ―dijo
5 al resto de sus compañeros― ¡Eh, tú! Loco estás si te quieres
suicidar, cuerdo si nos prestas atención.
Seguían discutiendo acerca de
la capacidad intelectual de Andrés, haciendo chistes que ya
empezaban a molestarle.
―¡Basta ya! ¿Quién habla?
Os estáis pasando, tengo mi corazoncito, ¿sabéis?
―¿Y para qué lo quieres?
Tienes pensado detenerlo para siempre, ¿no? Así que entendemos que
no te importará que nos echemos unas risas a su costa ―rieron
todas a la vez.
―¡Basta ya! ¡Esto no tiene
gracia!
―Pues claro que no la tiene
―dijo 1 con la voz más solemne de todas― ¿No sabes que tus
actos tienen consecuencias? ¿Acaso crees que con suicidarte
arreglarás algo? Eh, chico, presta atención.
―Pero... ¿Dónde? ¿Con
quién estoy hablando? ¿Sois mis fantasmas del pasado, presente y
futuro?
―Este tío alucina, ¿seguro
que no abrió la llave del horno? ―dijo 2 con cierto desprecio.
―Joven, acérquese al horno,
encienda la luz, meta la cabeza y mire a su alrededor ―ordenó 1.
―Pero, ¿no dice que no
quiere que me suicide? ¿En qué quedamos?
―Tonto de remate... ¡Anda,
déjalo que se mate! No me importa pasar de nuevo por el trance con
tal de que este tío desaparezca del mapa ―increpó 5 al supremo 1.
Ante tal afirmación, Andrés
no lo pensó. Encendió la luz interior y volvió a meter la cabeza
en el electrodoméstico. Le costó unos minutos acerse a la
iluminación amarillenta marcada por la grasa acumulada durante años.
Cuando sus retinas se acostumbraron al ambiente, pudo distinguir
pequeños puntos verdes, algunos más grandes que otros, que se
organizaban formando una carita sonriente. «Loco de remate», pensó.
Su gesto delató su pensamiento, la carita frunció el ceño y ladeó
la sonrisa. Volvió a salir de allí de un respingo.
―¡Caballero! ―exclamó 1―
Vuelva aquí ahora mismo, compadece usted ante el anciano y honorable
Consejo de Átomos del Horno.
El muchacho no podía creer lo
que había visto ni lo que estaba oyendo. «Estoy para que me
encierren, pero bueno, nunca se sabe quién o qué, en este caso,
puede cambiar tu suerte». Se acomodó una vez más frente a la
puerta abierta y metió la cabeza de nuevo disculpándose antes los
miembros del consejo. Se presentaron: «Somos los supervivientes de
una antigua raza curtida por los desastres culinarios y el amor a la
suciedad. Hemos sobrevivido a guerras con quitagrasas y
desinfectantes. Nosotros, los más antiguos, estamos versados en tus
intenciones, hemos salvado más de una vida. Déjanos aconsejarte
sabiamente...». Andrés escuchaba con atención cada una de sus
palabras, pero el gas del quemador que dejó abierto empezó a hacer
efecto y cayó en un profundo sueño.
Al día siguiente despertó en
su cama con un buen dolor de cabeza. Tuvo suerte; su madre se acercó
a verle porque el día anterior había “olvidado” el taper de
lentejas que le había preparado. Lo encontró tirado en la cocina
con el pelo lleno de grasa pegajosa, justo después de perder el
sentido. Llamó a una ambulancia y mientras llegaba abrió todas las
ventanas para ventilar el piso. Le salvó la vida. Aquella llamada de
atención hizo que su familia y amigos estuvieran más pendientes de
él, su antiguo jefe volvió a contratarlo y su novia decidió
retomar la relación bajo juramento de que mantendría el piso y a él
mismo como debía. Esa promesa debía mantenerla a pesar del esfuerzo
de los habitantes de su horno por sobrevivir. Con todo el dolor de su
corazón, que seguía latiendo con fuerza, hizo limpieza general.
Quitó el polvo, tiró la basura que tenía acumulada desde hacía
días, lavó y planchó a la perfección toda su ropa y al llegar a
la cocina... Allí hizo un esfuerzo por encontrar de nuevo a los
átomos del electrodoméstico y retomar la conversación. Le
avergonzaba no recordar ni uno de los consejos que le dieron, pero
quería agradecerles el gesto. Nada, por más que encendió la luz,
metió la cabeza y solicitó audiencia con los miembros del consejo,
no obtuvo respuesta. Pensó que todo había sido producto de la
intoxicación con el gas y cuando se disponía de limpiarlo, alguien
llamó al timbre.
―Andresito, cariño, abre,
que soy tu madre. Te traigo unas judías que sobraron de ayer.
―Espera mamá, bajo yo. Tengo
el piso patas arriba.
Dejó los guantes de goma sobre
la pila y bajó al portal.
―¡Este tío es idiota, va a
limpiar el horno! Después de haberle salvado la vida, qué
desconsiderado... ―dijo 5 arrepintiéndose de su hazaña.
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