martes, 6 de marzo de 2012

Sobre el lienzo

La sala despedía un olor pesado a óleos y esencia de trementina. Los caballetes estaban dispersos alrededor de la tarima y sobre ella un diván del siglo XIX tapizado con una tela de pequeñas flores; era mi primera clase de pintura con modelo en vivo.
Los compañeros fueron llegando con cuentagotas; los viernes a primera hora nadie era puntual. Cada uno tomaba su respectivo asiento y desplegaba su maletín sobre la mesita anexa, sacando en cuidadoso ritual la paleta y los pinceles. Cuando estuvimos preparados, don Esteban Crespo, quien impartía la materia, hizo una breve presentación de la actividad, explicó los pasos a dar uno a uno sin entrar en detalle. «Es solo una prueba y, por favor, ahórrense los comentarios lascivos», y con esas palabras invitó a salir a la mujer de detrás del biombo.
Cuando entró, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Venía ataviada solamente con un batín de seda que dejaba adivinar su figura. Se dirigió despacio hacia el escueto decorado; sus pasos eran tan ligeros que daba la sensación de andar de puntillas, casi flotando. Su cuerpo, liviano y pequeño, se me antojó el más hermoso que jamás había visto. Era pálida como la luna, su piel tersa y suave; no hacía falta tocarla para saberlo...
Miré al resto para observar sus reacciones. El tutor se quedó de pie a cierta distancia estudiando la escena; las chicas empezaron a trabajar como si nada (me cuesta creer que contuvieran su mala costumbre de hacer críticas constructivas muy probablemente nacidas de la envidia); solo a Fran, que se sentaba a mi derecha, se le ocurrió dar la nota con un silbido, lo que despertó algunas risas.
―Señor Palomino, si no puede contener sus hormonas, dese una ducha fría y vuelva cuando haya terminado― dijo muy serio el profesor mientras encendía el equipo de música.
Nadie se atrevió a añadir nada, solo ella, la modelo, soltó una pequeña risa velada.



El tiempo parecía haberse parado. Todo a mi alrededor se desdibujaba mientras la música envolvía el momento. Solo estábamos ella, yo y mi lienzo virgen esperando con ansia que le descubriera sus encantos.
Tumbada de lado, como dama victoriana, con un moño mal recogido que dejaba caer sobre sus hombros desnudos algunos mechones, miraba hacia el ventanal que había a mi espalda. El batín, caprichoso, dejaba al aire uno de sus senos de redondez perfecta, con su aureola amaranto y su pezón firme apuntando directamente hacia mí. Su mano izquierda caía ligeramente sobre su cadera intentando tapar su sexo y sus piernas cruzadas de sensualidad ponían fin al brazo del diván.
Saqué mi cuaderno A2 de dibujo y lo coloqué sobre el caballete. Busqué el carboncillo y comencé a hacer bocetos de cada una de sus curvas. Me descubrí amándola, haciéndola mía. Tras el primer dibujo, me volví a fijar en ella, me miraba fijamente a los ojos... ¿Me habría descubierto? ¿Acaso mi cuerpo desvelaba mis intenciones? Volví a centrarme en mi necesidad creativa. Pasé página y retomé mis impulsos. En la siguiente imagen me encontré sobre ella, desnudo, besando su cuello y apretando sus pechos contra el mío, mi sexo entre sus piernas; no había ningún vacío entre nosotros. Solo necesité unos minutos para descubrir su belleza. Seguía mirándome, esta vez con la tez sonrojada, bajando de vez en cuando la mirada vergonzosa de saberse deseada. Un nuevo dibujo para continuar con nuestra pasión, esta vez ella sentada sobre mí, desatando la cinta que atrapaba sus rizos y sus pechos firmes agitados, mis manos sujetando su cintura, acariciando su cadera en perfecta simetría... Con cada dibujo nacían nuevos olores que disipaban las mezclas de aguarrás y aceites, los efluvios delataban nuestra entrega.
Por un momento pensé que realmente estaba allí con ella, tomándola en delirio incontrolable; quizá era el blanco de los lienzos que esa mañana debían resultar como tarea. Cuando la música cesó, don Esteban echó las cortinas y sugirió que fuéramos recogiendo. Las tres horas de exposición habían terminado. La modelo se incorporó cerrando con el cinturón su atuendo y se dirigió hacia el biombo. Mis compañeros mostraban al profesor sus obras mientras él comentaba uno por uno el resultado. Mi lienzo permanecía vacío. Saqué con prisas el pincel de punta redonda reservado para una ocasión especial y mojándolo en pintura negra realicé unos trazos rápidos. Cuando llegó a mi altura ni siquiera prestó atención al dibujo sobre la tela, solo me preguntó si alguna vez querría enseñarle mis bocetos. A ella jamás volví a verla...

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