lunes, 2 de abril de 2012

El amante

La reunión de trabajo habría terminado antes de lo esperado y Adela debió adelantar el viaje de vuelta. Seguramente le haría ilusión volver pronto a casa y sorprenderme. Imaginaría un cena romántica a la luz de las velas acompañada por un buen vino que diera paso a una noche de pasión. Cuando llegó, debió quitarse los zapatos porque no la oí, iría hacia al despacho donde esperaba encontrarme, pero obviamente no estaba allí. La única luz que había encendida era la del dormitorio. Seguramente oyó la voz de la mujer que me acompañaba y nuestras risas. Al llegar abrió la puerta y nos encontró a ambos desnudos en la cama, ella tumbada boca arriba amarrada al cabecero con unas esposas de terciopelo, y a mí rozando su sexo mientras dibujaba círculos en los pechos femeninos con un plumero rojo pasión. Adela se quedó estupefacta, sin palabras.
―¡Cariño! ―le dije mientras escondía mi vergüenza con la sábana― ¿Cómo has vuelto tan pronto?
Ella no reaccionó, siguió de pie, junto a la puerta. Pasados un par de minutos de espeso silencio, dejó caer los tacones al suelo, se calzó al tacto y se marchó sin mediar palabra. Me levanté corriendo y fui tras ella rogándole que me perdonara. El portazo puso final a mis súplicas. Mi «otra mujer», desde el dormitorio, me pidió a gritos que la soltara o terminara lo que había empezado. Volví al cuarto y cerré la puerta tras de mí.
Durante unos días Adela estuvo en casa de sus padres. No les contó lo que había ocurrido, seguramente no se lo contó a nadie. Después de cientos de llamadas insistiendo en lo muy arrepentido que estaba, decidió darme otra oportunidad y volver. El día de su regreso se mantuvo fría y distante, quitó toda la ropa de la cama y la lavó dos veces.
―Si vuelves a ponerme los cuernos no te perdonaré, no habrá una segunda oportunidad ―me dijo muy seria.
―Te juro por Dios que no volverá a pasar. Adela te quiero, eres la única mujer de mi vida, eres... ―me empeñé en zalamerías mientras me acercaba despacio a ella y la tomaba de la cintura.
―¡Apártate! No se te ocurra tocarme. Hasta que deje de percibir su olor en tu piel no dejaré que me toques. A partir de hoy dormirás en la habitación de invitados.
―¿Hasta cuándo? Cariño, así no arreglaremos las cosas.
―Yo no tengo nada que arreglar, has sido tú el que... Mira, mejor dejamos la conversación. Tengo que preparar un informe para mañana. Tienes la cena en el microondas.
No dijo más. Cogió su portátil y se fue al dormitorio a trabajar. Esa noche no volvimos a cruzaros hasta que a eso de las tres, sin poder conciliar el sueño, me levanté a tomar un vaso de leche. Me encontré a Adela en el pasillo, medio desnuda. No había encendido la luz, el reflejo de la lamparilla de mi dormitorio me permitía verla.
―Cariño, ¿qué haces levantada a estas horas? ―le dije suavemente.
Adela se volvió hacia mí y se acercó presurosa. Me abrazó tomando mi espalda desnuda desde abajo, pegando su cuerpo al mío, rozándome con sinuosidad y me besó con pasión. Sus manos jugaban con mi pelo; levantó su pierna derecha y se amarró a mí hasta sentir mi sexo que se endurecía llevado por su repentino frenesí. Extrañado por la reacción y a la vez excitado, me dejé llevar y al atraerla hacia mí con fuerza Adela reaccionó.
―¿Qué haces, desgraciado? ―me dijo apartándose de un respingo y cerrando la bata.― No quiero que me toques, ¿me oyes?
Se dio media vuelta y volvió a su dormitorio. Me quedé allí sin saber qué decir. «Me está castigando», pensé. En lugar de un vaso de leche decidí darme una ducha fría y consolar mi erección en la intimidad.
Los días siguientes apenas coincidimos. Aunque mis continuos detalles: flores, bombones y alguna nota de amor en el frigorífico, habían hecho que Adela se relajara un poco, mantenía firme la decisión de seguir relegándome al cuarto de invitados. Yo seguía intentando entender lo que había ocurrido la otra noche, no encontraba explicación; me mantenía despierto hasta tarde esperando volver a encontrarme con ella.
A la semana del frustrado encuentro, bien entrada la noche, me desperté de un sobresalto. Se oían ruidos, puertas que se abrían y cerraban y la voz de mi mujer preguntando torpemente una y otra vez: «¿Dónde te escondes?» Salí con prudencia, no pretendía detenerla, solo observarla. La encontré en el dormitorio, con medio cuerpo dentro del armario y la ropa tirada por el suelo. Me oculté tras de la puerta abierta y pregunté casi en un susurro:
―¿A quién buscas?
―A mi amante... ―dijo Adela sin dejar de descolgar sus vestidos del ropero.
Quedé desconcertado. Me acerqué a ella con cuidado y meneé la mano sin tocarla por delante de su cara. «¿Estará dormida?», pensé.
―Adela, ¿qué pensará tu marido? ―pregunté poniéndola a prueba.
―Mi marido duerme en la habitación de invitados.
Aquella respuesta me confirmó lo evidente: era sonámbula, pero no entendía porqué ahora, nunca la había visto actuar así, no sabía que Adela tuviera problemas de sueño. Quizá el estrés o la ansiedad que le había causado descubrir mi «desliz» le habían provocado ese trastorno, pero las causas poco me preocupaban; decidí aprovechar la situación. Me acerqué por detrás y le susurré al oído: «Me has encontrado». Me dirigí hacia la mesilla de noche para bajar la intensidad de la luz de la lamparilla, no quería que me reconociera si se cruzaban nuestras miradas. Antes de volverme, me sorprendió abrazándome desde atrás. Sus manos buscaron mis pezones enredando los dedos con el vello de mi pecho, jugó con ellos mientras su boca rozaba el lóbulo de mi oreja izquierda. Sentía su cuerpo contra el mío, la seda de su escueto camisón deslizarse por mi piel.
―Pensé que no volvería a encontrarte ―dijo apartándose ligeramente de mí.
Ella seguía a mi espalda de mí; no sabía qué hacer, no quería cometer el mismo error, no quería despertarla y la dejé hacer. Extendió su mano derecha por encima de mi hombro y dejó caer sobre la cama su ropa interior. La supe desnuda por eso y porque volvió a unirse a mí. Empezó a besarme desde la nuca hacia abajo. Podía notar sus pechos, sus pezones erguidos y calientes, sus manos esparciendo su saliba por mi piel. Al llegar a la cintura, tiró suavemente hacia abajo de mi pantalón. Me tomó de la cintura obligándome a girarme y a sentarme en la cama. Allí, de rodillas sobre la alfombrilla, tomó mi sexo y lo lamió como nunca lo había hecho. Yo no podía hacer más que aguantar los gemidos, temía que recobrara el sentido de la realidad. Mi excitación llegó a su culmen, no pude reprimirme y acabé vertiéndome sobre ella.
Me dejé caer sobre el colchón, no podía mirarla, si hubiera despertado en ese momento me habría echado tal cual de su vida, pero no fue así. Antes de que pudiera recuperar el aliento, se tumbó a mi lado, mezclaba sus fuidos con el mío recorriendo su fisonomía en una interminable caricia. Aquello me hizo despertar de nuevo. Me volví hacia ella a sabiendas de que aquel gesto podría acabar con ese sueño, pero ella seguía inmersa en el desconocimiento.
―Ámame, bésame, hazme tuya― decía con palabras entrecortadas.
Me besó con delirio recorriendo mi cuerpo con manos ansiosas. Se tendió de nuevo abriéndome la puerta a su sexo, invitando a su «amante» a tomarla mientras misutaba deseos que jamás había confesado. Estaba encantado de descubrir el otro yo de mi esposa, siempre tan recatada en las formas y cuidada en sus expresiones.
―Vamos, hazme tuya ―decía mientras colocaba mis manos sobre su sexo y las apretaba con fuerza― Clávame tu lanza, aprisióname.
Adela lanzaba sus peticiones mientras volvía a recorrerme entre besos y caricias.
Aquella noche hicimos el amor como hacía mucho tiempo. Cuando acabamos la dejé durmiendo en la cama y volví a mi cuarto. Al día siguiente no supe bien qué hacer, preferí esperar a ver cómo reaccionaba ella. Durante el desayuno apenas cruzamos unas palabras, rehuía mi mirada y se sonrojoba si nos rozábamos aunque solo fueran las manos.
―Adela, ¿te pasa algo? Me preocupas.
―Sigo notando el olor de esa mujer en tu piel.
―Cariño, te juro que no he vuelto a estar con ella ―le dije mientras me acercaba la camiseta a la nariz; el único olor que emanaba era el de Adela, pero cómo explicárselo― ¿No tienes nada que contarme?
Aquella pregunta incomodó a mi mujer. Quería que confesara sus sueños, su propio «desliz», que admitiera que ese otro yo me deseaba, pero lo único que conseguí de ella fue se alejara de mi lado. Jamás supo que el aroma que desprendía mi cuerpo era el suyo; jamás volví a gozarla como marido.

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