–Cállate, te van a oír
y no tengo ganas de discutir con nadie –le recriminó Lorenzo
acomodándose en el sofá de cuero recién estrenado.
–Buenas tardes, ¿queréis
tomar un café? –ofreció Lola, la cuñadísima, como Elena
la llamaba, mientras dejaba sobre la mesita una bandeja con la
cafetera y un par de tazas.
–¿A qué viene tanto
misterio? ¿Dónde está mi hermano? –preguntó Lorenzo sujetándose
las rodillas un tanto impaciente.
–Aquí estoy –dijo
Antonio, entrando por la puerta seguido por Isabel, la pequeña de
mis tres vástagos.
Transcurridos unos
minutos, todos los miembros de mi familia se sentaron en torno al
café recién servido y las últimas pastas navideñas. El primero en
tomar la palabra fue el mayor. Antonio, siempre tan templado, tan
cabal, hizo el anuncio del hallazgo de mi testamento. Lorenzo se hizo
el sorprendido a pesar de que le advertí de mis intenciones el día
que murió su padre, y su mujer, correcta como pocas, halagó mi buen
hacer con una sonrisa forzada. La única que no abrió la boca fue mi
pequeña. Supongo que no quería dar motivos a nadie; desde bien
joven siempre fue una «rebelde sin causa», como le gustaba llamarse
a sí misma y en estos tres años no había aparecido por casa salvo
para pedirme dinero. Me dio gusto verlos a todos reunidos,
probablemente por última vez en sus vidas, y mucho más después de
conocer mis deseos póstumos. Casi me arrepentía de ciertas
decisiones y más después de comprobar lo bien que lo habían
organizado todo: el velatorio, la misa, las flores... ¡Hasta
plañideras profesionales habían contratado! No me quedó otro
remedio que hacer un trato con el Todopoderoso para retrasar mi
acceso al Paraíso donde me esperaba pacientemente mi esposo. Quería
despedirme a lo grande de mis hijos estando «presente» en la
lectura de mi testamento.
–¿Testamento? ¿Contrató
a un abogado? No creo que hiciera falta y más después de habernos
hecho cargo de ella durante todo este tiempo –Elena daba por
sentado que le correspondía más que al resto.
–No te pongas medallas
antes de tiempo que todos sabemos que vuestro cariño tenía
condiciones –contestó con malicia Lola.
La discusión estaba
servida. No pasó ni un minuto cuando ambas mujeres empezaron a sacar
todo tipo de trapos sucios. Para sorpresa de todos, la que puso orden
fue Isabel.
–¿Por qué no os
calláis? A mí me interesa saber cuáles fueron los últimos deseos
de mi madre.
–Será la primera vez en
mucho tiempo que te interesas por ella y no por su dinero –comentó
Elena llevándose la taza a la boca.
–Cariño, cállate,
anda –le repitió su marido sin ocultar su malestar.
Haciendo oídos sordos a
mi nuera, Lorenzo abrió el sobre donde rezaba «Mi testamento. Léase
en presencia de todos mis hijos, a ser posible una vez que haya
muerto». Me senté a su lado, sobre el brazo del sofá, y leí al
mismo tiempo:
«Queridos hijos:
Seré breve, tampoco hay
mucho que repartir, pero antes de ir a lo que os interesa, quiero
dejaros unas palabras de lo que a mí me interesa y nadie tuvo la
amabilidad de preguntar. Estoy orgullosa de vosotros».
Lorenzo hizo una pausa y
sonrió satisfecho, todos lo hicieron, como si lo que acababa de leer
fuera una verdad absoluta.
«Sois buenas personas,
mejores profesionales e inmejorables padres de familia...».
–Lo siento Isabel, en
ese párrafo no te incluye –interrumpió de nuevo Elena con sorna
mientras su marido le daba un codazo con poco disimulo.
–¿Puedo continuar?
«En fin, que me alegra
haberos conocido. Concluyo diciendo lo que estaréis deseando oír.
Dejo todos mis bienes a Isabel».
Lorenzo paró en seco, yo
empecé a reír. Obviamente no podían oírme. Mis nueras reanudaron
la discusión y mis hijos se unieron indignados. Isabel permaneció
callada. Me acerqué a ella y le acaricié el pelo, siempre me gustó
ese olor a recién lavado. Intentó intervenir, pero los ánimos
estaban demasiado caldeados y decidió marcharse. Cogió la chaqueta
raída que remendaba en cada una de sus visitas y se fue sin decir
adiós. Antes de salir de la casa, se miró al espejo. Comprobamos el
extraordinario parecido que teníamos: los ojos y esa sonrisa pícara.
«Mis hermanos no van a cambiar nunca y sus mujeres... ¡Menudas
víboras! Mi madre sabrá lo que se hacía al tomar esa decisión».
No hay comentarios:
Publicar un comentario