jueves, 17 de enero de 2013

El testamento

–¿Por qué siempre es tu hermano el que organiza las reuniones? –susurró Elena disgustada al oído de su marido.
–Cállate, te van a oír y no tengo ganas de discutir con nadie –le recriminó Lorenzo acomodándose en el sofá de cuero recién estrenado.
–Buenas tardes, ¿queréis tomar un café? –ofreció Lola, la cuñadísima, como Elena la llamaba, mientras dejaba sobre la mesita una bandeja con la cafetera y un par de tazas.
–¿A qué viene tanto misterio? ¿Dónde está mi hermano? –preguntó Lorenzo sujetándose las rodillas un tanto impaciente.
–Aquí estoy –dijo Antonio, entrando por la puerta seguido por Isabel, la pequeña de mis tres vástagos.
Transcurridos unos minutos, todos los miembros de mi familia se sentaron en torno al café recién servido y las últimas pastas navideñas. El primero en tomar la palabra fue el mayor. Antonio, siempre tan templado, tan cabal, hizo el anuncio del hallazgo de mi testamento. Lorenzo se hizo el sorprendido a pesar de que le advertí de mis intenciones el día que murió su padre, y su mujer, correcta como pocas, halagó mi buen hacer con una sonrisa forzada. La única que no abrió la boca fue mi pequeña. Supongo que no quería dar motivos a nadie; desde bien joven siempre fue una «rebelde sin causa», como le gustaba llamarse a sí misma y en estos tres años no había aparecido por casa salvo para pedirme dinero. Me dio gusto verlos a todos reunidos, probablemente por última vez en sus vidas, y mucho más después de conocer mis deseos póstumos. Casi me arrepentía de ciertas decisiones y más después de comprobar lo bien que lo habían organizado todo: el velatorio, la misa, las flores... ¡Hasta plañideras profesionales habían contratado! No me quedó otro remedio que hacer un trato con el Todopoderoso para retrasar mi acceso al Paraíso donde me esperaba pacientemente mi esposo. Quería despedirme a lo grande de mis hijos estando «presente» en la lectura de mi testamento.
–¿Testamento? ¿Contrató a un abogado? No creo que hiciera falta y más después de habernos hecho cargo de ella durante todo este tiempo –Elena daba por sentado que le correspondía más que al resto.
–No te pongas medallas antes de tiempo que todos sabemos que vuestro cariño tenía condiciones –contestó con malicia Lola.
La discusión estaba servida. No pasó ni un minuto cuando ambas mujeres empezaron a sacar todo tipo de trapos sucios. Para sorpresa de todos, la que puso orden fue Isabel.
–¿Por qué no os calláis? A mí me interesa saber cuáles fueron los últimos deseos de mi madre.
–Será la primera vez en mucho tiempo que te interesas por ella y no por su dinero –comentó Elena llevándose la taza a la boca.
–Cariño, cállate, anda –le repitió su marido sin ocultar su malestar.
Haciendo oídos sordos a mi nuera, Lorenzo abrió el sobre donde rezaba «Mi testamento. Léase en presencia de todos mis hijos, a ser posible una vez que haya muerto». Me senté a su lado, sobre el brazo del sofá, y leí al mismo tiempo:
«Queridos hijos:
Seré breve, tampoco hay mucho que repartir, pero antes de ir a lo que os interesa, quiero dejaros unas palabras de lo que a mí me interesa y nadie tuvo la amabilidad de preguntar. Estoy orgullosa de vosotros».
Lorenzo hizo una pausa y sonrió satisfecho, todos lo hicieron, como si lo que acababa de leer fuera una verdad absoluta.
«Sois buenas personas, mejores profesionales e inmejorables padres de familia...».
–Lo siento Isabel, en ese párrafo no te incluye –interrumpió de nuevo Elena con sorna mientras su marido le daba un codazo con poco disimulo.
–¿Puedo continuar?
«En fin, que me alegra haberos conocido. Concluyo diciendo lo que estaréis deseando oír. Dejo todos mis bienes a Isabel».
Lorenzo paró en seco, yo empecé a reír. Obviamente no podían oírme. Mis nueras reanudaron la discusión y mis hijos se unieron indignados. Isabel permaneció callada. Me acerqué a ella y le acaricié el pelo, siempre me gustó ese olor a recién lavado. Intentó intervenir, pero los ánimos estaban demasiado caldeados y decidió marcharse. Cogió la chaqueta raída que remendaba en cada una de sus visitas y se fue sin decir adiós. Antes de salir de la casa, se miró al espejo. Comprobamos el extraordinario parecido que teníamos: los ojos y esa sonrisa pícara. «Mis hermanos no van a cambiar nunca y sus mujeres... ¡Menudas víboras! Mi madre sabrá lo que se hacía al tomar esa decisión».

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