Los
granjeros volvían de la Feria de Comarcal de ganado donde habían comprado una
vaca. El animal, que viajaba en la parte de atrás, no dejaba de suspirar.
La mujer se volvía de vez en cuando para acariciarle la cara y tranquilizarle.
—Mujer,
que solo es una vaca —se quejó su marido.
—Ya,
pero la pobre está inquieta. Algo le pasa.
—Pues
que estará mareada, ¿qué va a ser?
—No,
a esta lo que le pasa es que… ¡Está preñada!
¡Qué
ilusión! La granjera iba emocionada. Ellos no habían tenido hijos y, aunque
estaba acostumbrada a ejercer de matrona en el parto de su cerda y de sus
ovejas, esto era una novedad. Era su primera vaca, ¡y venía con sorpresa! «¡Qué
ilusión!», no cesaba de repetir. «Tendremos un nuevo bebé en casa».
Por
su parte, el granjero pensaba: «¡Qué suerte la mía, dos en uno! Si es un macho
nos lo comeremos en cuanto esté rollizo y si es una hembra tendremos el doble
de leche cuando crezca. Sea como fuere, ha sido una buena inversión».
Así,
entre suspiros y caricias, entre ilusiones de todo tipo, llegaron a casa.
Desde
entonces, todos las mañanas la mujer se levantaba pronto para ir a prepararle el
desayuno al animal. La lavaba, la perfumaba y la peinaba. Todas las mañanas su
marido se quejaba:
—La
tratas como a una reina. La tratas mejor que a mí.
—Anda,
calla, tú no estás preñado.
—Ni
intención tengo —le respondía irónico.
—¡Qué
ilusión! Mi primer ternerito, un bebé en casa. Si es niño le llamaré Guillermín
y si es niña, Elvirita —repetía la mujer.
El
hombre, observándola desde la puerta del establo, pensaba: «¡Qué suerte la mía,
dos en uno! Si es un macho nos lo comeremos en cuanto esté rollizo y si es una
hembra tendremos el doble de leche cuando crezca».
Todas
las tardes, la mujer se iba a pasar el rato con la vaca y mientras hacía
gorritos de lana para el bebé, le contaba historias de cuando era pequeña. Y antes
de irse a hacer la cena, le daba un masajito suave en la barriga. Todas las tardes
su marido se quejaba:
—La
tratas como a una reina. La tratas mejor que a mí.
—Anda,
calla, tú no estás preñado.
—Pero
también agradezco los masajitos —le respondía celoso.
—¡Qué
ilusión! Mi primer ternerito. Si es niño le llamaré Guillermín y si es niña,
Elvirita —repetía la mujer.
El
hombre, observándola desde la puerta del establo, pensaba: «¡Qué suerte la mía,
dos en uno! Si es un macho nos lo comeremos en cuanto esté rollizo y si es una
hembra tendremos el doble de leche cuando crezca».
Por
las noches, justo antes de acostarse, la mujer iba a hacer su última visita a
la futura mamá y le cantaba una nana para que se durmiera. Todas las noches su
marido se quejaba:
—La
tratas como a una reina. La tratas mejor que a mí.
—Anda,
calla, tú no estás preñado.
—Pero
también me gustan tus cuentos —le respondía cansado.
—¡Qué
ilusión! Mi primer ternerito. Si es niño le llamaré Guillermín y si es niña,
Elvirita —explicaba la mujer encantada.
El
hombre, observándola desde la puerta del establo, pensaba: Si es un macho nos
lo comeremos en cuanto esté rollizo y si es una hembra tendremos el doble de
leche cuando crezca».
Todos
los días el mismo ritual hasta que la vaca se puso gorda gorda y llegó el día
del parto. La mujer preparó el mejor lecho, agua caliente y hasta toallas
nuevas.
—¡Vete
corriendo a buscar al veterinario! —ordenó la granjera a su marido.
Cuando
el médico llegó ya asomaban las patas de la cría, las agarró con fuerza y en un
par de resoplidos salió.
—¿Qué
ha sido? —preguntaron al unísono los dueños del recién nacido— ¿Macho o hembra?
—¡Macho!
—¡Bienvenido,
Guillermín! —le recibió la mujer con los brazos abiertos.
El
marido, que observaba desde la puerta del establo, se emocionó al ver a la cría
y más aún a su mujer que lloraba de alegría. En su cabeza, aún resonaba la
promesa: «Si es un macho, nos lo comeremos cuando…», pero ahora lo único que
deseaba era mecerlo.
—¡Un
momento!— ordenó el veterinario— ¡Qué viene otra cría!
Los
granjeros se miraron sorprendidos. Al poco, nació el segundo bebé.
—¿Qué
ha sido? —preguntaron al unísono los dueños del recién nacido— ¿Macho o hembra?
—¡Hembra!
—¡Bienvenida,
Elvirita! —exclamó la mujer.
El
marido se emocionó al ver a la segunda cría y más aún a su mujer que lloraba el
doble de alegría. En su cabeza, aún resonaba la promesa: «Si es una hembra
tendremos…», pero ahora lo único que deseaba era achucharla.
A
los pocos días, las dos crías y la vaca pastaban en el prado en compañía de los
granjeros. Nadie se comió al macho, nadie se impacientó porque la hembra
creciera. Se dedicaron a cuidar a la nueva familia, a verles crecer y todos tan
felices.
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